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como hijo suyo. De tantos nacimientos simult�neos en tantos sitios, como si
ya antes de nacer se disputaran los pueblos el privilegio de ser mi lar natal,
sólo me queda una vida menguada, como la de no haber nacido todav�a. Es
una sensación que tengo a veces de girar en el vac�o; de estar en todas partes
y en ninguna, en un lugar que se llevó su lugar a otro lugar, flotando en un
l�quido placentario ilimitado como el mar.
Simonetta amaba este sue�o de mi transfiguración en el Ni�o del
Pesebre. La emocionaba hasta las l�grimas como si la conturbara en �l un
doloroso presentimiento. Me lo hac�a contar a menudo en la oscuridad del
pajar. Se cubr�a hasta la cabeza con los jergones y oraba de rodillas con sus
manos entrelazadas a las m�as. Adivinaba en ella una instintiva necesidad de
mortificación, de purificación. Lat�a ya en sus entra�as ese ni�o engendrado
en el pecado y en la oscuridad. En plena soledad animal... sollozó una noche
en mi pecho con amargo llanto y el �nima desgarrada. Cuando se calmaba
hac�a que apoyara mi cabeza sobre su vientre y tratara de escuchar las
palabras del ni�o. �El ni�o habla me dec�a pero yo no alcanzo a o�rlo...
Se llamar� Ludovico, como el abuelo paterno que era sordomudo...� No,
Simonetta, le dije, los nombres de los antepasados son nefastos para los
reci�n nacidos. Se llamar� Ludovico como el poeta, que o�a y hablaba como
los dioses.
Pod�a yo re�rme de estas escenas tan pat�ticas y vulgares, �tan distintas
de las del comienzo!, como las que se describen en la literatura de cordel o
pintan en los puertos los pintores de brocha gorda. De hecho me re� m�s de
una vez en mis adentros. Una noche, incluso, ante otro gesto melodram�tico
de Simonetta, se me escapó una carcajada que yo trat� de disimular en un
sollozo. Lo que no significaba en absoluto que me mofara del sufrimiento de
Simonetta. En otra situación, ella misma se hubiera unido a mi hilaridad con
su risa fresca y llena de la alegr�a de vivir. Me parec�a que est�bamos
representando, al modo de la commedia dell' arte, la despedida de Dei
poveri amanti, que en ese tiempo hac�a furor en G�nova: �...tu me vestisti /
queste misere carni, e tu le spoglia...�
Una de las �ltimas noches de nuestros encuentros en el pajar, encontr�
en el jard�n, entonces ya en ruinas, una lozana rosa apenas entreabierta. Bajo
la luna incierta ten�a un color de oto�o y de tristeza. La cort� y la llev� a
Simonetta. La encontr� sumida en un tembloroso delirio de ansiedad y
temor. Temblaba y exhalaba suspiros y palabras incoherentes. Cuando le di
la rosa salió de su extra�o estado. Llevó la rosa a los labios y la besó con
pasión insensata como si hubiera querido retener en ella todo lo que se le
escapaba. Sólo fue un instante. Un dolor agud�simo la dobló en dos. Arrojó
la rosa y se apretó el vientre con las manos, respirando convulsivamente, de
nuevo enajenada a todo lo que la rodeaba, a mis caricias, a mis besos, a mis
palabras musitadas en su o�do.
La imagen de Simonetta se me aparece con la sonrisa que era el puro
resplandor de su juventud en la oscuridad del granero. Para m� se ha perdido
ya aquella porción de amor, aquella primera mujer que con su juventud y su
inocencia me reveló el para�so del amor �nico. �Vuelve, vuelve...escapa del
mar, amor!.. Oigo su llamado. Siento que ese amor estuvo �nicamente en un
lugar, en un momento, en un cuerpo, en una voz fuera ya ahora de la tierra,
de la vida, del tiempo. Sólo puedo responder con una voz que ya tampoco
me pertenece... Carne de mi carne... sangre de mi sangre.... ...memoria de
mi carne, de mi sangre y de mi memoria....
Parte XVI
EL PEZ�N DE LA PERA
Desde que la armada zarpó de la Isla de Hierro, vengo reduciendo a
postas la cuenta de las distancias. Estos mentecatos se han amotinado
porque creen que ya estamos bordeando el fin del mundo. Ven el disco
plano de Eratóstenes flotando en el agua. No les ha entrado a�n en el
cacumen el que la tierra tiene forma de la inmensa teta que vio Plinio.
Es lo menos que se puede decir desde que la redondez de las formas
ha dejado de ser pecado mortal. Terra est rotunda spherica, anot� en los
m�rgenes de mi ejemplar de Imago Mundi concordando con su autor, el
cardenal d'Ailly, aunque no tanto. Un poco m�s con Silvio Eneas
Piccolomini, P�o II, que honró a la cosmograf�a desde el papado con su
prodigiosa Historia rerum. Fue el primer papa viajero de la historia. No
paró de recorrer lejanos pa�ses hasta que lo finaron a flechazos en Sumatra.
Yo no he hallado jam�s escritura de latinos ni de griegos que
certificadamente diga el sitio en este mundo del Para�so Terrenal, ni he visto
en ning�n mapamundi el sitio situado con autoridad de argumento. Algunos
lo pon�an all� donde son las fuentes del Nilo en Etiop�a; mas otros
anduvieron todas estas tierras y no hallaron conformidad de ello en ninguna
parte. Salvo el Piloto que tambi�n anduvo por esas comarcas y vio el
Para�so Terrenal, como una isla fuera del mundo distinta de las otras, y me
indicó la manera de allegarme a �l. Todos los santos teólogos, desde San
Isidro y Beda a San Ambrosio y Scoto, conciertan que el Para�so Terrenal
est� situado en el Oriente, en el lugar exacto donde he de ir a encontrarlo.
Siempre le� que el mundo, tierra y agua, eran esf�ricos. Luego vi en �l
tanta deformidad, par de la humana especie, que volv� a pensar todo el
asunto y hall� que no era redondo, sino en la forma que dijo Plinio: de una
pera o de un seno de mujer, salvo en la protuberancia aerolada del pezón
que se eleva por debajo del Ecuador. Lo mismo ocurre con los senos e las
caderas de la mujer cuando deja de ser mo�a. Algo semejante a la curva m�s
suave en un cuerpo; a un recodo apacible sin parigual en la mujer, en el
mundo. All� donde dije que se levanta el pezón de la pera y que poco a poco,
andando hacia el colmo, desde muy lejos se va subiendo a �l en medio de la
suav�sima temperancia del aire.
All�, en ese golfo redondo, es donde yo creo que est� situado el
Para�so Terrenal. En esa ubre divina podr�an amamantarse todas las razas
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