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do sus cien ducados por nada.
-Pero también, ¿por qué pagarle? Debíamos
haber dejado ladrar a ese perro. Ese pueblo es he-
cho así, siempre ha de regañar. ¡Oh weh mir! ¡Qué
felicidades envía Dios a los hombres! Mire: ¡cien
ducados solamente habernos echado! Y a un po-
bre judío le arrancarán sus rizos de pelo, harán de
su hocico una cosa imposible de mirar, y nadie le
dará cien ducados. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios de
misericordia!
Pero aquel contratiempo había tenido sobre
Bulba otra influencia; veíase el efecto en la de-
voradora llama que brillaba en sus ojos.
-Marchemos -dijo de repente, sacudiendo una
especie de torpeza- vamos a la plaza pública; quie-
ro ver cómo le atormentan.
-¡Oh, mi señor! ¿Para qué? Allí no podremos
socorrerle.
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NI C OL AS GOGOL
-Vamos- dijo Bulba con resolución; y el judío le
siguió exhalando un suspiro, como sigue una niñe-
ra a un niño indócil.
No era difícil encontrar la plaza en donde debía
tener lugar el suplicio, pues el pueblo afluía a ella de
todas partes. En aquel siglo de costumbres toscas,
aquel era un espectáculo de los más atractivos, no
solamente para el populacho, sino para las clases
elevadas. Multitud de viejas devotas, un sinnúmero
de tímidas jóvenes, que soñaban en seguida toda
la noche cadáveres ensangrentados, y que desper-
taban gritando como puede hacerlo un húsar
ebrio, aprovechaban aquella ocasión para poder
satisfacer su cruel curiosidad. «¡Ah! ¡Qué horrible
tormento!», gritaban algunas de ellas con terror fe-
bril, cerrando los ojos y volviendo el rostro, y sin
embargo no abandonaban su puesto. Había hom-
bres que, con la boca abierta y las manos tendidas
convulsivamente, hubieran querido encaramarse
por encima de las cabezas de los otros para ver
mejor. Entre las figuras vulgares, sobresalía la
enorme cabeza de un verdugo, que observaba to-
do el espectáculo con aire conocedor, y conversa-
ba en monosílabos con un maestro de armas a
quien llamaba su compadre porque los días festi-
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T A R A S B U L B A
vos se emborrachaban en la misma taberna. Algu-
nos discutían acaloradamente, otros hacían apues-
tas pero la mayor parte pertenecían a ese género
de individuos que miran el mundo entero y todo
lo que pasa en él como quien ve llover. En primera
fila, y junto a los bigotudos, que componían la
guardia de la ciudad, estaba un hidalgo campesino,
o que parecía tal, en traje militar, llevando encima
cuanto poseía, de manera que en su casa sólo le
había quedado una camisa desgarrada y unas bo-
tas estropeadas; dos cadenas, de las cuales pendía
una especie de ducado, cruzábanse sobre su pe-
cho; había ido allí con su amante, Yousefa, y se
agitaba continuamente porque no se le manchase
su traje de seda. Habíaselo explicado todo con an-
ticipación tan minuciosamente, que era imposible
de todo punto añadir cosa alguna.
-Mi pequeña Yousefa -decía- todas esas gentes
que ves, han venido aquí para ver ajusticiar los
criminales; y aquello, querida mía, que ves allá aba-
jo, que tiene un hacha y otros instrumentos en la
mano, es el verdugo, y es él quien les ajusticiará; y
cuando empiece a dar vueltas a la rueda y a darles
otros tormentos, el criminal estará todavía con vi-
da; pero cuando les corte la cabeza, entonces mo-
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NI C OL AS GOGOL
rirá en seguida, querida mía. Primeramente chillará
como un loco, pero cuando se le haya cortado la
cabeza no podrá chillar más, ni comer, ni beber
porque entonces, querida mía, no tendrá ya ca-
beza.
Y Yousefa escuchaba todo eso con terror y cu-
riosidad.
Los tejados de las casas estaban cubiertos de
gente. En los huecos de las ventanas aparecían ex-
traños rostros con bigotes, cubierta la cabeza con
una especie de gorras. En los balcones, y resguar-
dados por baldaquinos, estaba la aristocracia. La
linda mano, brillante como azúcar blanco, de una
joven risueña, apoyábase en la reja del balcón. Hi-
dalgos, dotados de una respetable gordura, con-
templaban todo eso con aire majestuoso. Un
criado, con rica librea y las mangas dobladas, hacía
circular bebidas y refrescos. A menudo una joven
delgada, tomaba con su blanca mano dulces o fru-
tas, y las arrojaba al pueblo. El enjambre de caballe-
ros hambrientos se apresuraba a tender sus
sombreros, y algún largo hidalguillo cuya cabeza
sobresalía de la multitud, vestido con un konutousch
en otro tiempo de escarlata, y enteramente re-
camado de cordones de oro ennegrecidos por el
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T A R A S B U L B A
tiempo, tomaba las golosinas al vuelo, gracias a sus
largos brazos, besaba la presa que había conquis-
tado, apoyábala contra su corazón, y luego se la
comía. También figuraba entre los espectadores
un halcón, suspendido al balcón en una jaula dora-
da; con el pico vuelto de través y la pata levantada,
contemplaba atentamente al pueblo. Pero la multi-
tud se conmovió de repente, y por todos los ám-
bitos de la plaza se oyó el grito de: «¡Véanlos, allí
vienen, son los cosacos!» Estos marchaban con la
cabeza descubierta, con sus largas trenzas colgan-
do, habiendo todos dejado crecer sus barbas.
Adelantaban sin temor y sin tristeza, con cierta al-
tanera tranquilidad. Sus vestidos, de preciosas te-
las, a fuerza de usarlos, estaban hechos jirones; no [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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