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a Perry y a mí si tan sólo pudiéramos huir de los Mahars, cuando algo, supongo que un
leve ruido detrás de mí, me llamó la atención.
Mientras me volvía, la aventura, el descubrimiento el romanticismo se esfumaron ante
la terrible materialización de esas tres cosas en la figura concreta que venía hacia mí.
Era un anfibio enorme y viscoso, de cuerpo escuerzo y poderosas mandíbulas de
cocodrilo. Su inmensa mole debía de pesar toneladas, pero avanzaba hacia mí rápida y
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silenciosamente. Hacia un costado estaba el despeñadero que iba desde el cañón hasta
el mar; hacia el otro, el pantano de donde había salido furtivamente el reptil; detrás estaba
el mar desconocido, y adelante, justamente en medio del angosto pasaje que llevaba a la
salvación, estaba aquella montaña de carne terrible y amenazante.
Un vistazo a la bestia me confirmó que estaba frente a uno de aquellos monstruos
prehistóricos extinguidos, cuyos restos fósiles se hallan en la corteza externa en
formaciones tan antiguas como la triásica: un gigantesco laberintodonte. Y allí estaba yo,
desarmado, y excepción hecha del taparrabos que llevaba, tan desnudo como cuando
vine al mundo. Me podía imaginar cómo se había sentido mi primer antepasado en los
albores de la prehistoria, al encontrarse por primera vez frente a frente con el antecesor
de esa cosa que me arrinconaba junto al mar inquieto y misterioso. Sin duda alguna ese
antepasado había logrado escapar, pues de otro modo yo no habría estado en Pelucidar
ni en ninguna otra parte. En ese momento deseaba que él me hubiera legado, además de
los diversos atributos que me imagino que heredé de él, la forma específica de aplicar el
instinto de supervivencia que le había salvado en un caso similar.
Tratar de escapar por el pantano o por el mar hubiera sido como saltar a una jaula de
leones para eludir al que estaba afuera. Tanto el mar como la ciénaga debían de estar
atestados de esos anfibios carnívoros; y aun cuando no fuera así, el reptil que me
perseguía podría hacerlo con igual facilidad en el agua que en el pantano.
No parecía quedar otro remedio que esperar impasiblemente el fin. Pensé en Perry, en
que se preguntaría qué habría sido de mí. Pensé en mis amigos de afuera y en cómo
seguirían viviendo sus vidas e ignorando por completo el insólito y cruel destino que tenía
reservado, sin poder imaginar el extraño paisaje que había sido testigo de mi agonía. Y a
estos pensamientos se sumó la conciencia de lo poco importante que es la existencia de
todos nosotros para la vida y el bienestar del mundo. Podemos extinguirnos sin previo
aviso, y por un día nuestros amigos hablarán de nosotros en voz baja. Al día siguiente,
mientras el primer gusano se ocupa de poner a prueba la consistencia de nuestro ataúd,
se preparan para jugar al golf y luego lamentarse más por una pelota desviada que por
nuestra prematura defunción.
El laberintodonte se acercaba ahora más lentamente. Parecía saber que yo no tenía
escapatoria posible, y podría haber jurado que sus fauces de afilados dientes sonrieron
satánicamente ante mi situación. ¿O acaso sería ante la perspectiva del jugoso bocado
que pronto sería pulpa entre aquellas formidables mandíbulas?
Estaba a unos quince metros de mí cuando oí una voz que me llamaba desde el
peñasco, a mi izquierda. Miré, y lo que vi casi me hizo gritar de alegría, pues allí estaba Ja
urgiéndome desesperadamente a que corriera hacia el pie del acantilado.
No tenía la esperanza de escapar del monstruo que me había escogido para su
desayuno, pero el menos no moriría solo. Otros ojos humanos presenciarían mi fin. Era un
pobre consuelo, supongo, pero de cualquier forma infundió cierta paz a mi espíritu.
Correr parecía ridículo, en especial hacia ese acantilado escarpado e imposible de
escalar. Sin embargo, lo hice; y mientras corría, lo vi a Ja, ágil como un mono, descender
por la empinada ladera rocosa, aferrándose de las pequeñas salientes de la piedra y de
las enredaderas que crecían aquí y allá.
El laberintodonte, evidentemente, pensó que Ja iba a duplicar su ración de carne
humana, por lo cual no tenia apuro en perseguirme hasta el acantilado y ahuyentar a ese
otro bocado. De modo que se limitó a trotar detrás de mí.
Mientras se aproximaba al pie de la escarpa me di cuenta de lo que Ja pretendía hacer,
pero dudé de que resultara. Había descendido hasta unos cinco metros del suelo y desde
allí, asido con una mano de un pequeño reborde y con los pies apenas apoyados en unos
diminutos arbustos, bajó la punta de su larga lanza hasta que ésta quedó a unos dos
metros del suelo.
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Trepar por aquella lanza sin arrastrar a Ja y precipitarnos ambos al mismo fin parecía
totalmente imposible. Así pues, cuando me acerqué a Ja se lo dije, y agregué que no lo
pondría en peligro a él para salvarme yo.
El insistió en que sabía lo que estaba haciendo y que no corría ningún peligro.
- Quien todavía corre peligro eres tú - gritó -, pues si no te mueves con más rapidez el
sítico te alcanzará antes que llegues a la mitad de la lanza. Puede pararse sobre las patas
traseras y atraparte sin dificultad en cualquier punto por debajo del cual me encuentro yo.
Bueno, pensé, Ja debe de saber lo que hace; de manera que me así de la lanza y
comencé a trepar lo más rápidamente posible si se tiene en cuenta lo lejos que estaba de
mis antepasados simios. Me imagino que el lerdo sítico - como lo llamaba Ja - había
empezado a darse cuenta de nuestras intenciones y que probablemente se quedaría sin
su comida en lugar de tener doble ración.
Cuando vio que trepaba por aquella lanza, lanzó un tremebundo silbido y se precipitó a
toda carrera hacia mí. Yo había llegado casi a la parte superior de la lanza, y me faltaban
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