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Doce bell�simas y procaces muchachas, que representaban a las disc�pulas de la ninfa Part�nope,
donosamente danzando y cogi�ndose de la mano, entonaban el himno nupcial. Las doncellas dirig�an a
Himeneo la ritual invocación, cuyo origen se pierde en el tiempo:
Dicite Hymen, Hymen, Hymen ter dicite, Ninphae!
Luego comenzaron a cantar las futuras voluptuosidades de las que gozar�a la reci�n casada, entre las
mantas de p�rpura sidonia y ce�ida por los brazos de su leg�timo esposo, ofreci�ndole el tierno pecho en
cópulas precursoras de una serie gloriosa de reyes. Ante estas palabras la duquesa Piccolomini, que segu�a
de cerca a Isabel, vio cómo el rostro de su dulce princesa se ruborizaba al o�r anunciar las delicias con las
que ella hab�a so�ado, con tanto ardor, aunque sin saber en qu� consist�an.
Despu�s las agradables ninfas se lanzaron en una larga disertación sobre las bodas de la antig�edad
evocando a Vpnus, Juno y Minerva, portadoras de sus dones a la duquesa de Mil�n, admiradas de sus
valores. Aqu�, el dulce Altilio recordó la gran cultura de la novia (en efecto, �l mismo hab�a sido su
preceptor), adem�s de las dotes de su car�cter que, �superando su sexo�, la acercaban a las cualidades de
un hombre.
Despu�s de haber expresado su lamento por la partida de tan dulce criatura, las muchachas cantaron
que siempre recordar�an los juegos, los c�rmenes y los bailes que hab�an organizado virginalmente juntas.
Bajo su planta de loto preferida las laboriosas ninfas habr�an escrito: �Soy el regio loto de Isabel,
hónrame.�
Llegando a su fin, el epitalamio recitaba que ya era menester que la real y divina Isabel partiera para
encontrarse con su anhelado esposo, dejando a todos desolados por la p�rdida. Surcar�a las aguas del mar
Tirreno remontando las it�licas playas en la alta proa de la nave, al igual que Venus y Tetis.
Durante la representación alguien cercano a Sanseverino, aprovechando la muchedumbre de los
caballeros que asist�an al espect�culo, hab�a gritado:
-�Muerte violenta a Calazzo!
Y poco despu�s otra voz hab�a exclamado:
-�Pronto el cerdo pagar� por su soberbia!
Las amenazas, aunque en falsete, hab�an sido proferidas de modo que el interesado las oyera
claramente, pero no pudiera localizar a quien las hab�a pronunciado.
El conde se hab�a girado prontamente sobre la silla, volviendo la mirada en todas las direcciones, pero
su caballo estaba inmovilizado en medio de la multitud de las cabalgaduras que, con dificultad, los jinetes
trataban de mantener frenadas; nada que hacer. Se trataba, sin duda, de un napolitano que, aprovechando
la confusión, pretend�a amenazarlo por la afrenta hecha al rey y al pr�ncipe Alfonso en el asunto de las
monedas cercenadas. No era la primera vez que esto le suced�a a Sanseverino.
Renovando la invocación �Dicite Hymen, Hymen, Hymen ter dicite, Ninphae!, la representación llegó a
su t�rmino y el cortejo volvió a ponerse en marcha, encamin�ndose hacia el Muelle Grande. Llegó al
puerto mientras las campanas anunciaban el mediod�a y el dulce sol de N�poles, que calentaba hombres y
cosas, iluminaba las galeras que oscilaban en la cuenca portuaria, movidas por la brisa de la tard�a
ma�ana invernal.
En el Muelle Grande se hab�a montado un palco con arcos de flores y ramas de limoneros y naranjos;
aqu�, recibidos los presentes de la ciudad de N�poles, la Duquesa saludó entre l�grimas al rey Fernando, a
la reina Juana, a su padre, el pr�ncipe Alfonso, y a toda su Corte, y con acentos desgarradores se despidió
de sus jóvenes compa�eras de juegos y confidencias.
Mientras la Duquesita sub�a con su s�quito a la galera real que le conducir�a a G�nova al encuentro de
su destino de esposa y de primera dama de Mil�n, comenzaron las operaciones de embarque de toda la
expedición. Los m�s de ochocientos miembros de la comitiva se distribuyeron, llen�ndolas por todas
partes, en las restantes diez galeras genovesas y en la carraca de los caballeros de Rodas, que con su
potente armamento de sesenta ca�ones hac�an de escolta contra los terribles sarracenos, siempre al
acecho. El terror a los moriscos angustiaba a todo navegante, y la pesadilla de las continuas incursiones y
maldades que segu�an a �stas era tan espantosa que paralizaba incluso la capacidad de reacción de
muchos. Llegaban los piratas, en sus �giles flotillas inesperadas y furtivas, escalaban veloces las colinas
sobre las que estaban resguardados los burgos y los muros que habr�an debido defenderlos, y comenzaba
el horror. Los hombres aptos, las mujeres y sus ni�os eran deportados como esclavos, los dem�s, violados
y asesinados. Eran horrendamente famosas las torturas para hacer confesar dónde estaban sepultados los
tesoros de las iglesias y los castillos, as� como los m�seros bienes de las familias a las que estaban
matando cruelmente.
Se hab�a establecido embarcar a la Duquesa en la imponente galera real, en lugar de en la m�s armada y
mayor carraca, porque esta �ltima, durante una bonanza de viento, pod�a convertirse en una fortaleza,
siempre temible, pero inmóvil. Sin remeros, pod�a desplazarse sólo por medio del velamen; la galera real,
en cambio, con sus galeotes escogidos ten�a mayores posibilidades de escabullirse y, por tanto, de alejarse
durante un eventual ataque enemigo. Adem�s, la carraca, en caso de peligro, deb�a detenerse en defensa
de todo el convoy con el fuego de los propios ca�ones.
Cuando la Duquesa subió a bordo, el Cómitre ordenó a los Sotacómitres que los trescientos setenta y [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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