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¡Tonterías! replicó el anciano, despectivo . Usa el mismo programa para todas
sus comedias de enredos sexuales, y la calidad de la máquina sobresale inevitablemente
sin que importe nada quién figura como autor. ¡Escritores!
Asumió una expresión severa, y sus arrugas se hicieron más profundas al agregar:
¡Deberían fusilarlos a todos, después de lo que hicieron esta mañana! Algo mucho
peor que volar parques de atracciones o envenenar fábricas de helados... El gobierno dice
que la cosa no ha sido tan terrible, y mañana dirán que los sucesos han sido exagerados,
pero a mi no me la pegan, y siempre sé cuándo traían de ocultar una catástrofe. Antes de
dar la noticia, la pantalla parpadeó con un ritmo intermitente, ¡por algo sería! ¿Oíste lo que
hicieron esos escritores con una Scribe? ¡Echarle ácido nítrico! Deberían hacerles lo que
ellos hicieron con las máquinas. A los que atacaron a la vieja Scribe, hacerles tragar ácido
nítrico y...
¡Querido! le reprimió la anciana dama . La gente ha venido aquí a disfrutar su
cena.
Gaspard, con la boca llena de filete de levadura, sonrió y se encogió de hombros,
disculpándose ante el anciano con un gesto de su tenedor hacia su repleto carrillo.
La enfermera Bishop miró a Gaspard.
Ahora que lo pienso, ¿cómo ingresó usted en el sindicato de escritores? ¿Por
influencia de Eloísa Ibsen? preguntó, alzando mucho la voz. Luego se puso en pie y
rodeó la mesa para golpearle la espalda a Gaspard, que se había atragantado.
A pesar de este incidente, o más probablemente a causa del mismo, Gaspard trató de
introducir una mano bajo el jersey de la enfermera Bishop casi tan pronto como estuvieron
de nuevo en un taxi.
Nada de eso dijo ella en tono severo, golpeándole íos dedos . Usted dijo que
saldríamos a cenar y a charlar. Hemos cenado y hemos charlado. Ya sé lo que le pasa.
Después de los sucesos de hoy se siente cansado, herido en su amor propio y
desorientado, y necesita sexo lo mismo que un bebé necesita su biberón. Pues ahora no
estoy cambiando pañales y fontanelas. He pasado todo el día con un hatajo de bebés
enlatados, viejos y asquerosos, empeñados en abrir mi mente y meter en ella sus ideas.
Esta noche no voy a consentir algo parecido a nivel físico. De todos modos, usted no
necesita una mujer, necesita una niñera. ¡Ay, cállese!
Esta orden pareció dirigida a todos sus pretendientes en general.
Gaspard guardó un ofendido silencio hasta que el taxi llegó a cuatro manzanas del
domicilio de la joven. Entonces dijo:
Me hice aprendiz de escritor por consejo de mi tío, arreglaba diodos electrónicos.
Luego empezó a meter más monedas en el taxímetro-tragaperras.
Suponía que era algo por el estilo dijo la enfermera Bishop, poniéndose en pie
mientras se levantaba la concha del vehículo, una vez depositado el importe exacto .
Gracias por la cena y la charla. A veces, incluso la conversación más estúpida resulta
difícil de mantener, especialmente cuando yo estoy de por medio. Consuélese pensando
que lo ha intentado, al menos. No, no me acompañe hasta la puerta; estamos muy cerca y
podrá verme entrar desde aquí.
Se detuvo un momento antes de salir y agregó:
Ánimo, Gaspard. A fin de cuentas, ¿qué encantos tiene una mujer, que no tenga
también el mecalingua?
La pregunta quedó flotando en el aire de la noche hasta que la joven desapareció. A
Gaspard le fastidió, sobre todo porque le recordó que no había comprado el periódico de
la noche, y ahora no estaba de humor para buscar un quiosco abierto. Luego empezó a
preguntarse si la observación de la joven había significado que, para él, las mujeres y los
productos de las máquinas redactoras no eran sino medios para evadirse
momentáneamente.
El taxi susurró:
¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?
Pensó que tal vez fuera mejor regresar a pie a casa. Sólo había diez manzanas de
distancia. El paseo podría sentarle bien. Estaba terriblemente desalentado, empapado de
fría soledad. ¡Maldición! ¿Por qué no había aceptado que Zane Gort le diera la dirección
de aquel prostíbulo robótico, o lo que fuese? Sintió una tremenda fatiga, como si hiciera
siglos que no dormía; pero su desaliento superaba al cansancio. Incluso las caricias
mecánicas de una róbix le habrían sentado bien, en aquel estado.
¿Continúa usted, caballero, o va a apearse?
Ahora el tono era más apremiante. Podía tragarse su orgullo y llamar a Zane. Al
menos, los robots no aprovechaban las desgracias ajenas para decir: «Ya te lo advertí». Y
además, no había que tener en cuenta la posibilidad de que estuvieran durmiendo. Sacó
su teléfono de bolsillo y murmuró la clave de Zane.
¿CONTINÚA USTED, CABALLERO, o VA A APEARSE?
La respuesta llegó al instante, en un tono almibarado que le recordó el de la señorita
Rubores:
Le habla el contestador automático. El señor Gort ha salido. Está pronunciando una
conferencia en el Club Nocturno de Tejedores de Mentes Metálicas sobre el tema La
antigravedad en la ficción y en la realidad. Regresará dentro de dos horas. Le habla el
contestador...
¿CONTINÚA USTED, CABALLERO, O VA A APEARSE?
Gaspard se apeó y echó a andar, evitando que el vehículo cerrase la concha,
oscureciera las ventanillas y pusiera de nuevo el contador en marcha. Tener que pagar un
suplemento tras el fracaso como conquistador, habría sido demasiado.
21
Aunque estaba siempre atestado, aquel gran establo gris convertido en restaurante, el
Palabras, rezumaba historia con sus mil fantasmas oscuros y gruñones agazapados al
acecho de una muda y pálida alma en pena, bella pero esqueléticamente demacrada.
Esto era bastante lógico, pues el Palabras, así como sus notablemente similares
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